
San Juan Pablo II sobre la ancianidad: “La vejez es la coronación de los escalones de la vida. En ella se cosechan frutos: los frutos de lo aprendido y lo experimentado, los frutos de lo realizado y lo conseguido, los frutos de lo sufrido y lo soportado. Como en la parte final de una gran sinfonía, se recogen los grandes temas de la vida en un poderoso acorde. Y esta armonía confiere sabiduría; la sabiduría que pidió en oración el joven rey Salomón (cf. 1 Re 3, 9. 11), más decisiva, para él, que el poder y la riqueza, más importante que la belleza y la salud (cf. Sab 7, 7-8. 10); la sabiduría de la que leemos en las normas de vida del Antiguo Testamento: “¡Qué bien dice la sabiduría a los ancianos, y la inteligencia y el consejo a los nobles! La corona de los ancianos es su rica experiencia, y el temor del Señor su gloria” (Sir 25, 7-8).”
Fragmento de Alocución del Santo Padre Juan Pablo II a los ancianos. Catedral de Múnich. Miércoles 19 de Noviembre de 1980.
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Otros fragmentos del documento:
“Vosotros sois, hermanos y hermanas de las generaciones de ancianos, un tesoro para la Iglesia; ¡vosotros sois una bendición para el mundo! ¡Cuántas veces aliviaréis a los padres jóvenes, qué bien podéis introducir a los pequeños en la historia de vuestras familias y de vuestra patria, en las fábulas de vuestro pueblo y en el mundo de la fe! A la hora de tratar sus problemas, los jóvenes encuentran a menudo en vosotros más facilidad de acceso que en la generación de sus padres. Vosotros constituís, para vuestros hijos e hijas, la más valiosa protección en las horas difíciles. Colaboráis, con vuestro consejo y apoyo, en numerosos gremios, asociaciones c iniciativas de la vida eclesial y civil.”
No quiero dejar sin dar una respuesta de consuelo a las tribulaciones de la vejez, a vuestros achaques y enfermedades, a vuestro desamparo y soledad. Pero quisiera considerarlas, junto con vosotros, bajo una luz consoladora, la luz de nuestro Salvador, “que por nosotros derramó su sangre, por nosotros fue azotado y por nosotros coronado de espinas”. El os acompaña en las pruebas y los sufrimientos de la ancianidad, y vosotros le acompañáis en su vía crucis. No derramáis ninguna lágrima solos, ni las derramáis en vano (cf. Sal 56, 9). El, sufriendo, ha redimido el sufrimiento; y vosotros, sufriendo, colaboráis en su redención (cf. Col 1, 24). Aceptad vuestro sufrimiento como si fuera su abrazo, y transformadlo en bendición; aceptadlo, junto con El, de las manos del Padre, que precisamente de ese modo opera vuestra perfección, con una sabiduría y un amor insondables pero indudables. La tierra se convierte en oro en el horno (cf. 1 Pe 1, 7); la uva se convierte en vino en el lagar.
Si no hay confianza en Dios, no hay en definitiva consuelo en la hora de la muerte. Pues precisamente lo que Dios quiere es esto: que, al menos en esta definitiva hora de nuestra vida, nos confiemos a su amor, sin ninguna otra seguridad más que este amor suyo. ¡Qué serenos podemos mostrarle nuestra fe, esperanza y amor!